Artículo de Opinión.-
El restaurante de mi amigo Pedro, por Ángel Montañés
Mi amigo Pedro regenta un restaurante en el Puerto de la Cruz en el que, cada vez que puedo ir, como mejor que en casa y recibo muestras de afecto de quienes allí desarrollan su actividad profesional. En el céntrico emplazamiento en el que se ubica puedo disfrutar de lo añejo de los edificios y de la renovación de los viales de la ciudad. Y si bien ir a comer es aquello que me mueve habitualmente a visitar al personal de Pedro, la posibilidad de socializar y sentirme feliz por ello en su establecimiento, en muchas ocasiones tiene más fuerza que la mera necesidad de saciar mi apetito.
Muchos viernes encuentro en su terraza, frente a la Plaza Concejil, a Carlos, Santi, Pepe o Mari Carmen, entre otros muchos portuenses y visitantes, tomando un vinito o una caña, acompañados de una jugosa tortilla o un poco de jamón. Y en la cara de todos se refleja siempre el estado de júbilo que representa lo bien que se vive en nuestra singular ciudad turística.
Pero como en la “casa” de Pedro, suelo sentirme bien en la arepera de Ángel, comprando zapatos en la tienda de Candy, cuando le llevo a arreglar un reloj a Alejandro, siempre que Ravi me vende el perfume ideal, al adquirir la suerte en casa de Conchita, con el exquisito asesoramiento en la joyería de Jamila o hasta cuando tengo que recurrir al paracetamol en la farmacia de Santi. Ese proceso de intercambiar bienes o servicios por dinero me aporta cada día la posibilidad de interactuar con mis vecinos y regalarnos las historias de las que se nutre la vida.
Y llegó el 14 de marzo y con él se interrumpió todo esto de forma drástica. Y se paralizó mi ciudad. Y Niandro, María, “Jose”, Jacobo y Enrique, entre otros muchos, han tenido que “bajar la persiana” de sus establecimientos y por tanto no permitirnos a los que amamos esta ciudad poder disfrutar de la magia que cada día entregan con su trabajo. El coronavirus apareció y por causas de la imprudencia de algunos se ha apoderado de cada esquina del nuestro país.
La altura de miras de los portuenses hace que veamos esto como un efecto de la naturaleza, que ha vencido nuestra presupuesta inmunidad; como la pequeña desviación sobre la perfección del sistema en el que vivíamos hasta ahora. Un organismo nos ha arrebatado temporalmente parte de nuestra particular y feliz vida.
Pero analizando lo que están viviendo algunos de aquéllos que hasta la declaración del Estado de Alarma se sentaban en la terraza de Pedro, deseando que les deleitara con unas buenas papas arrugadas con mojo picón, y me refiero a los que venían de Alemania buscando la magia de nuestras calles, me resulta injusto que tengamos que sufrir más que ellos por la incapacidad manifiesta de los que han tenido que tomar decisiones. No merecemos escuchar cada mañana las cifras de los fallecidos, cual incremento o reducción de la cosecha de melones. Y mucho menos que nos machaquen cada semana con una imprecisa fecha, cada vez más lejana, que teóricamente dará fin a la agonía a la que se encuentra sometido el pequeño empresario de nuestra ciudad.
Como sociedad ejemplar de la que presumo siempre (refiriéndome a mi pueblo de origen pesquero), estoy absolutamente seguro de que esta experiencia nos hará más fuertes a los que aquí habitamos. Y me inunda la certidumbre de que todo aquello que antes disfrutaba en las calles del Puerto, tras esta miserable situación será doblemente placentero. Porque seremos mejores. Pero también sé que todos nos preguntaremos por qué ha tenido que ser así de duro y surrealista, y no como lo está viviendo Brita o Hans en Bremen o Berlín. A lo que solo podremos autorrespondernos con un “seguro que pudo ser mucho menos doloroso”.
Nos volveremos a ver Pedro…
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